CARLOS BONFIL
"A
plena luz, incluso los sonidos brillan''. Wim Wenders utiliza esta frase
del poeta portugués Fernando Pessoa como motivo recurrente en su
reflexión sobre el paisaje, la ciudad, el tiempo y el poder de las
imágenes que intentan capturarlos. En Historia de Lisboa
(Wenders, 94), el sonidista, ingeniero de sonido, rastreador de sonidos,
Philip Winter (senhor inverno) parte de Alemania a Lisboa a visitar
a su amigo Friedrich Munro (Fritz), un cineasta escéptico que solicita
su ayuda para completar el montaje sonoro de su última realización.
Sin embargo, el cineasta ha desaparecido y Winter se lanza a su búsqueda.
Las imágenes de Munro: las calles de Lisboa capturadas en blanco y negro, con una vieja cámara de manivela, a la manera de una película muda, como El camarógrafo de Buster Keaton o como El hombre de la cámara del soviético Dziga Vertov. Ausente el cineasta. Winter trabaja con sus imágenes, las sonoriza, simula en el estudio algunos sonidos ambientales, recupera otros en la calle con el micrófono extendido a lo alto, como una pequeña grúa o un periscopio indiscreto. Son las calles y los records de En la ciudad blanca (Tanner, 82), los sonidos de los tranvías y de las embarcaciones en el Tajo, los ruidos de transeúntes y lavanderas, afiladores de cuchillos y limpabotas; los sonidos, completa una niña, del sol y de los árboles.
Winter
lee a Pessoa, escucha la música nostálgica del grupo Madredeus,
y descubre Alfama, viejo barrio lisboeta, en lo que semeja una aventura
interior, una exploración en la que decide prescindir de toda compañía,
porque ``sólo los solitarios saben perderse en el corazón
de las ciudades''. En las imágenes capturadas al vuelo aparece también
el cineasta veterano Manoel de Oliveira (El valle de Abrabam, El convento)
con un guiño al cine de hoy y a la comedia de antaño.
En
Historia de Lisboa, Wim Wenders captura de nuevo
el vagabundeo y desasosiego de road movies como En el transcurso
del tiempo o El estado de las cosas, hay ecos de Alicia en
las ciudades y reflexiones morales sobre la grandeza y la miseria del
lenguaje fílmico, el estilo de Hasta el fin del mundo; Winter
(Rudiger Vogler) vive crisis esporádicas de frustración no
muy distintas a las de Munro (Patrick Bauchau): para ambos el cine ha perdido
su capacidad de capturar y transmitir un goce estético; las imágenes
poseen una clara vocación mercadotécnica: hoy, las imágenes
venden. De ahí el propósito extravagante de Munro: atesorar
imágenes que nadie verá en este siglo, ni siquiera el propio
cineasta, que las filma con su cámara en la espalda. Filmar lo que
desaparece como una piel de zapa o como el gato Cheshire. Filmar Lisboa,
la ciudad museo, una de las últimas urbes románticas de una
nueva Europa sin fronteras, la Europa del Mercado Común. Contar
las viejas historias de un viejo continente anterior al neoliberalismo,
decretar la muerte del televisor (al inicio de la cinta un obituario presenta
sólo la palabra fernsehen, que es televisión, y no
ventana, como señala el subtitulaje), rescatar en el cine la palabra
de la poesía escrita y la gracia de las primeras comedias: conservar
en una videoteca ideal ``toda la memoria del mundo''. Teresa Salgueiro,
cantante notable del grupo Madredeus, ofrece al senhor inverno una
hospitalidad cálida, sonriente, que sintetiza la visión romántica
del cineasta del norte. El riesgo evidente de la complacencia en el registro
del color local y el detalle pintoresco. Para Wenders, sin embargo, más
que un pretexto para el arrobo estético, Lisboa es el punto de partida
para una reflexión sobre el oficio de exaltar o degradar las imágenes
en los medios audiovisuales.
``Y si no tuviera el amor...'' Los versos de Pessoa acompañan esta visión elegiaca del cinematógrafo, esta oposición, a la vez complicidad y conflicto, entre Winter y Munro. Al pesimiso del segundo responde el entusiasmo adolescente del primero. Aventurarse en esta historia de la Lisboa de Wenders, en el ``cuaderno de notas visual'' de este artista nómada, es uno de los raros placeres que hoy ofrece nuestra cartelera
Tomado de La Jornada.
GUSTAVO GARCIA
Un siglo de música en el cine deja consecuencias: primero, ya hasta resulta ocioso separar a un arte del otro; es más bien la excepción que una película no suponga un fondo musical o una musicalidad interna. Segundo: desde hace cuarenta años, es inconcebible un cineasta sin proyecto musical. Antes de la Segunda Guerra, sólo Orson Welles se adelantó a importar para Hollywood al vanguarista Bernard Herrman; en la posguerra, Elia Kazán llamó a Alex North para que debutara haciendo la partitura jazzeada de "Un tranvía llamado deseo" y a Leonard Bernstein para "Nido de ratas". A estas alturas, en consecuencia, la nómina de cineastas-músicos es casi redundante: en cada película experimentan con la música, hasta llegar, como en el caso de Woody Allen, a la comedia musical franca ("Everybody Says I Love You"). A Wim Wenders le debemos varios de los mejores soundtracks de los ochenta (una cumbre, "Paris, Texas" de Ry Cooder), y en su saludable regreso a la austeridad con "Historia de Lisboa" manejó magistralmente los temas del grupo folk-new age portugués Madredeus. La colaboración del grupo en la película pasó al disco Ainda.
La
línea argumental de "Historia de Lisboa" es de una simpleza que
conduce a un enriquecimiento constante de sus posibilidades: un sonidista
de películas alemán (Rudiger Vogler) viaja a Lisboa para
unirse al equipo con el que deberá filmar; el viaje es un desastre,
llega tarde al lugar, que queda anclado, solo, en una ciudad ajena. La
recorre grabando sus sonidos, filmándola con una cámara de
la época muda. La historia se parece mucho a la de "En la ciudad
blanca" (1986) de Alain Tanner, incluído el recurso de grabar la
cotidianidad. Pero Wenders es un director que filma musicalmente, que adapta
la escena al flujo musical; según afirma en el folleto del disco,
el grupo Madredeus llegó con la música compuesta ya antes
de filmarse la película, como si se tratara de una comedia musical
y no de un melodrama intimista. Y filmó con la música en
el rodaje, oyéndola técnicos y actores. Y Madredeus compuso
temas lánguidos, derivados de los fados, con instrumentaciones muy
discretas, para lucimiento de la voz de Teresa Salgueiro y refuerzo del
paisaje: la película les dió la oportunidad de oro de hacerle
un homenaje musical a su ciudad. Los temas son lentos, lánguidos,
como contemplaciones de un paisaje o recorridos dominicales, los preludios
armados por las guitarras pueden durar tres minutos de improvisación
antes de que entre el tema cantado, que puede irse en un minuto, como una
rápida reflexión triste sobre la vida ("agora estou triste
e sozinho/ Nesta ciudade escura e fria/ Onde a vida é una agonia/
Minha vida/Vida").
Estamos
en los terrenos de una música de cine muy familiar desde hace treinta
años, desde que los cineastas de la nueva ola francesa privilegiaron
el jazz o la música de cámara sobre la gran orquesta y el
fondo espectacular para musicalizar sus imágenes. A un cine que
quiere ser una reflexión sobre la soledad (y no otra cosa ha contado
el cine moderno, de Godard a Wenders pasando por Scorcese y Coppola) corresponde
una música que se lleva en la mente como un murmullo, como un tarareo,
un estado de ánimo que puede durar varios kilómetros de carretera,
varias cuadras de una ciudad, todo un argumento.
Tomado de Círculo Mix Up.